“Pepito”

Nadie de quienes conocen a Pepito puede decir que lo que sigue es puro cuento, aunque los hechos son más dignos de una novela. Se crió en el potrero con nosotros, fue amigo de la infancia hasta los nueve años, cuando se lo llevaron y nadie volvió a saber más sobre él, salvo cuando regresó […]

Nadie de quienes conocen a Pepito puede decir que lo que sigue es puro cuento, aunque los hechos son más dignos de una novela.

Se crió en el potrero con nosotros, fue amigo de la infancia hasta los nueve años, cuando se lo llevaron y nadie volvió a saber más sobre él, salvo cuando regresó una tarde, después de casi treinta años, y contó al padrino (que era mi tío) sus desventuras. Pero su vuelta le sumó algo mucho peor que toda su miserable vida junta.

Tuvo una infancia muy dura; de cuerpo menudo, las piernas flacas y rodillas prominentes eran su carta de presentación. Sus dedos fuera de las hendijas rotosas de sus zapatos de plástico no disimulaban ningún atisbo de ilusoria dignidad.

Nunca supimos demasiado sobre los avatares a los que estaba sometido, pero luego de aquel regreso, después de casi tres décadas, fue suficiente para llevarnos a escudriñar los pormenores de su vida, no solo la parte concerniente a su larga ausencia, sino también sobre aquel pedacito de infancia que terminó (o mejor dicho comenzó) siendo casi infame, desdichado, aunque dijo haber conocido la felicidad solo en aquellos tiempos.

Doña Emma y Nikita eran sus padres. Ella una enfermera provinciana y él un ruso sacado de las peores guerras de Europa. Los dos eran afectos al vino, en realidad vivían borrachos, y en medio de ese desastre se desenvolvía el pequeño. Pepito terminaba acostándolos a los dos cuando dejaban de estar en sus cabales.

Como el cosaco era una persona mayor, y vivía atormentado por una enfermedad (aparte de la bebida) que lo tenía semi postrado, en ausencia de su madre el menor también tenía que ayudarle con sus necesidades y hasta limpiarle el culo.

Su ilusión era ser jugador de Boca, y en el potrero del barrio se sentía a sus anchas en los momentos que lograba escaparse de su casa. Pero de repente todo cambió.

Un día falleció Nikita y, al poco tiempo, Emma, producto de una borrachera, una noche de frío intenso se cayó sentada en la palangana enlozada que usaba como brasero. Moribunda en el hospital, le dio un papel al padrino de su hijo (a mi tío) y le dijo que cuando ella no esté, “sea ahora o más adelante, llame a ese número y pida hablar con el doctor Carlos C., el sabrá como ubicar de la mejor manera a mi Pepe”. Después continuaron hablando en voz baja, ya que pasó una enfermera y les hizo ademanes de hacer silencio.

Pocos días pasaron desde la sepultura de Emma hasta que apareció un matrimonio que, a pesar de nuestra pesadumbre, se lo llevó prometiendo traerlo cada tanto para jugar con nosotros.

Sin embargo, desde aquel día fueron los meses y luego los años, y nunca más volvimos a verlo. Se había convertido en algo así como un mito, una leyenda, y en un momento hasta se nos presentaron dudas acerca de su real existencia. ¿Se lo habrán llevado a otro país? ¿Se habrá olvidado de nosotros? ¿Habrá muerto? ¿Existiría solo en nuestra imaginación?

Pero un día sonó el timbre en la casa de mi tío. En la puerta se presentó una persona con el cabello casi blanco, medio largo, desaliñado. En la calle había estacionado un taxi de la Capital Federal. Era raro ver alguno en Garín. Lo atendió mi primo. “¡Mingo! ¿No me conocés?” El gordo lo miró por un rato y solo atinó a decirle “¡Pepito y la reputa madre que te parió!”.

Durante la cena el hombre se había despachado con toda su historia. La familia que se lo llevó lo trató muy mal. Sobretodo la mujer. Ella lo degradó a tal punto que llegó a sentirse inservible, poco menos que una basura. Lo peor fue escuchar cuando llegó a la parte en que cumplió los dieciocho. En ese tiempo, llegó un día en que Carlos C. lo llamó a la mesa y le dijo: “Ahí tenés una valija, y acá te doy quinientos pesos. Juntá toda tu ropa y buscate donde vivir, mamá no quiere que estés más en esta casa. Puedes quedarte esta semana, nosotros nos vamos a pasar Navidad y Año Nuevo a la casa quinta de General Rodríguez, para cuando volvamos, ya te habrás ido”.

De esos quinientos pesos, trescientos los gastó en el primer mes de alquiler de una pensión rasposa en el barrio de Constitución. Pensó en suicidarse, pero nunca se animó. Desde aquel tiempo trabajó como cadete, luego colectivero, fletero, taxista. Tuvo que rehusar un ofrecimiento para ir a México a jugar al fútbol. No se animó a ir solo. Volvió a buscar a Carlos C. al hospital donde este trabajaba; sin embargo, logró verlo durante cinco minutos y lo único que el médico le preguntó fue si necesitaba dinero.

Se juntó con una jovencita que quedó embarazada y que después lo dejó y nunca permitió que viera a su hijo. Luego formó pareja con otra mujer que tenía un hijo y ella terminó abandonando a ambos.

Casi a los cuarenta años se vio en la encrucijada de matarse o bien regresar a Garín, donde tenía a su padrino, tal vez buscando algún resquicio de afecto. Y así lo hizo.

Mi tío no entendía por qué lo habían sacado de aquel matrimonio. “¿Por qué te echó tu padre? ¿Qué le hiciste?”. “Nada padrino, yo no le hice nada, solo que fue otro mal trato que se sumó a todos los malos momentos que me hicieron pasar en esa familia”.

– Pero algo tuviste que hacerle a tu padre.

– Bueno padrino… mi padre… mi padre….

– Y sino tu padre no te hubiese echado.

– ¡Padrino! Convengamos que ese hombre no era mi padre.

– ¿Cómo?

– Y claro, ellos solo me adoptaron.

– ¿Pero entonces no te dijeron nada?

– ¿Qué tenían que decirme padrino?

– Ay Dios mío. José Luis… Ese hombre era tu padre verdadero.

– ¿Cómo? ¿Pero qué dice padrino? ¿Se volvió loco?

– Eso me dijo doña Emma, ella te había adoptado, te crió porque te imaginás….

– No lo puedo creer… ¿Y mi madre quién era? ¡La mujer de Carlos!

– No… Tu padre tuvo una aventura en alta mar con una enfermera…

– ¡Hijo de puta! ¡Hijos de puta! Me echaron como a un perro, mi propio padre me echó.

Esa misma semana subió a su taxi un matrimonio que vivía en un departamento contiguo al edificio que habitaba mientras estuvo con el padre. Él los reconoció y se presentó. La mujer lo miraba con asombro y le decía: “Pero qué bien se lo ve, se recuperó muy bien entonces”.

– ¿Recuperarme de qué?

 – Bueno… Carlos C. nos dijo que tuvieron que internarlo en un neuropsiquiátrico, que usted tenía una personalidad bipolar y no sé cuántas cosas más.

– ¿Eso les dijo?

– Sí.

– Claro… Sí, realmente estoy mucho mejor. Estoy mucho mejor…

Cuando dejó a esta gente en el barrio que le era conocido, bajó la banderita de taxi libre y se fue hasta la costanera. Allí, mirando al río, se decía continuamente: “¡Qué hijos de puta que fueron, me echaron como a un perro e hicieron creer que me internaron en un loquero. ¡Qué hijos de puta!”.

Iba a subir al taxi pero antes de abrir la puerta se rascó la cabeza y volvió a apoyarse contra la baranda para seguir mirando al río. Ahí se puso a pensar cuál de las dos historias era la verdadera. O cuál le convenía. “Lo del padrino realmente es una locura. Mi padre no me hubiese echado, al menos si realmente era mi padre. Pero ahora que estoy bien, ¿por qué no me buscan…? ¿Habré estado loco? ¡Sí! Me habré escapado del manicomio, vaya a saber, pero prefiero haber estado loco. ¿Cómo me van a echar de mi casa? Justo mi padre… 

La historia de Pepito es real. José Luis está casado. Continúa buscando a su madre. Carlos C. falleció hace dos años. Nunca más volvió a ver a la mujer del médico. Después de cuarenta años se reencontró con el hermanastro, hijo real del matrimonio.

Eduardo M. Tropeano, 31 de agosto de 2009

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