“La teoría de Enrique”

“La Pérgola” de Escobar tenía esa “mezcla milagrosa” de la que hablaba Discépolo. Fue, durante muchos años, como La Isla de la Fantasía, un lugar donde todo podía ser realidad. Frecuentada por personajes extravagantes, funcionarios encumbrados, atorrantes bohemios, magnates refinados, poetas, laburantes, músicos y “chicas mal de casas bien”, en sus mesas “que nunca preguntaban” […]

“La Pérgola” de Escobar tenía esa “mezcla milagrosa” de la que hablaba Discépolo. Fue, durante muchos años, como La Isla de la Fantasía, un lugar donde todo podía ser realidad.

Frecuentada por personajes extravagantes, funcionarios encumbrados, atorrantes bohemios, magnates refinados, poetas, laburantes, músicos y “chicas mal de casas bien”, en sus mesas “que nunca preguntaban” nacieron odios y pasiones memorables, negocios inverosímiles, proyectos imposibles, conversaciones disparatadas, pero, por sobre todo, amistades entrañables.

Uno de los personajes que frecuentaba el lugar era Enrique, con quien tuve una excelente relación. Solíamos charlar durante horas de cine y literatura. Enrique era escritor, admirador incondicional de Borges. De hecho, sus poesías y cuentos tenían una marcada influencia Borgiana, y la locura que, paulatinamente, fue apoderándose de él, era propia de un personaje de ficción.

Había desarrollado una teoría extraordinaria. Sostenía que dos personas podrían soñar simultáneamente lo mismo, incluso encontrarse en el sueño, y luego, despiertos, comentar lo sucedido.

El origen de esta teoría fue la calentura que tenía con Rosita (una mina que paraba en el bar y que desato más de una pasión), soñaba que se encamaba todas las noches con ella. Y ella no.

Eso lo ponía mal, y se lo reprochaba. Decía que si dos personas que se aman sueñan al mismo tiempo que hacen el amor, alcanzarían el estado más sublime que alguien pueda imaginar, sensaciones que jamás nadie sintió.

A Rosita (que era una incansable buscadora de sensaciones) al principio de la relación le divertían aquellos planteos de Enrique, pero al tiempo empezó a sospechar que estaba loco, y lo dejó.

En un lugar como aquel, donde lo absurdo parecía no tener límites, no llamó demasiado la atención el efecto devastador que causó en Enrique el abandono de Rosita.

Fue cambiando de a poco. De locuaz y simpático, a serio y ensimismado. Comenzó a jugar solo al ajedrez (había ganado varios torneos y era altamente competitivo). Cambiaba de asiento según movieran blancas o negras, discutía consigo mismo las jugadas. Su poesía, talentosa y atrevida, devino en rimas infantiles, cualquier palabra que terminara en “ita” remitía a Rosita, y en “or” a dolor.

Su mal humor fue en aumento.

Aquella tarde entró a “La Pérgola” más alterado que de costumbre.

– ¿Qué te pasa Enrique..?, preguntó Juanqui, el dueño del lugar.

– Estoy recaliente, respondió Enrique. Soñé que me chocaron el auto…

– Si vos no tenés auto…

– Soñé… te dije, acaso no puedo soñar?

Nos miramos en silencio.

– Si claro, la vida es sueño, dijo Juanqui.

– Pedro Calderón de la Barca, 1600-1681, replicó Enrique, que tenía una  buena formación cultural. Luego, bajando el tono, agregó: lo que me da bronca es no saber quién fue….

Nos quedamos callados.

– Alguien tiene que haber visto algo, continuó.

– Tiene razón, dijo Juanqui. Tenemos que investigar, esto no puede quedar así.

Dicho esto, se levantó, fue hasta su escritorio, volviendo con una vieja máquina de escribir marca “Underwood” y un block de hojas.  

– Acá vamos a anotar los sueños de todos los que vienen a “La Pérgola”.

– Che, Alfonso, dijo Juanqui levantando una mano. Vení…

El Gordo estaba sentado en una mesa del fondo, pinchó una aceituna y se acercó sonriente.

– ¿Qué pasa?

– Estamos investigando quién le chocó el auto a Enrique, sentate, dijo en tono imperativo. Vas a declarar.

Acto seguido, comenzó lo que sería material para un interesante ensayo sobre “El tiempo libre y su sano desperdicio”.

– A ver secretario (dirigiéndose a mí), escriba…“… En relación al expte. Sr. Enrique / Investigación choque de automotor: Se llama a declarar a un señor de aspecto regordete, quien preguntado sobre sus datos filiatorios dice ser y llamarse Alfonso Diez, español, de 42 años de  edad, de apelativo “El Gordo”, también conocido como “El Gallego”, quien preguntado sobre lo que soñó anoche contestó: “Nada”, tras lo cual se retira a su mesa a proseguir con la picada”.

Así comenzó  el  desfile de “sospechosos”.

– Se llama a declarar… (continuó Juanqui) al señor Fito Morales…

Fito se puso de pie y, mientras se abrochaba el saco, dijo: “Señores, lo que yo soñé es muy importante. Enrique abrió los ojos y pidió silencio con la mano a todos los presentes.

– Soñé… (hizo una pausa) soñé que cantaba en la orquesta de Aníbal Troilo, a dúo con Florentino, remató.

– Bahh!!!, exclamó Enrique, dejándose caer en la silla.

El siguiente testimonio fue el de Guillermo Álvarez, quién haciendo gala de sus dotes de orador despertó la curiosidad de todos diciendo: “Señores del jurado, señores presentes, debo aclararles que el mío fue un sueño de índole sexual, episodio en el que, circunstancialmente, me he visto involucrado (a  esta altura, todos arrimaron las sillas para escuchar). E inició un relato de alto y fino contenido erótico, cuyos detalles no voy a revelar. Solamente diré que terminó con un aplauso.

Las declaraciones continuaron durante 2 ó 3  días. Todo el que entraba a “La Pérgola” desfilaba ante la maquina de escribir.

Los sueños mas disparatados, verdaderos o inventados, eran leídos a la noche, provocando la carcajada de todos y el enojo o el desaliento en Enrique (todos los testimonios se conservan en poder de Juanqui).

El tema parecía destinado al olvido, cuando apareció el hombre buscado: “Roger”, un personaje sobre el que Juanqui tenía un gran ascendente y a quien aquel era incapaz de contradecir, ya que en épocas de dificultades económicas encontraba en “La Pérgola” amparo y contención.

Parado frente a la máquina de escribir, por gratitud y/o por un afán de protagonismo, Roger iba a hacer la extraordinaria revelación que Enrique esperaba.

– A ver Roger (comenzó Juanqui), contale al oficial (era yo), ¿no es cierto que la otra noche soñaste que le chocaron el auto a Enrique?

Roger lo miraba sin saber qué decir.

– ¿Yo soñé…?, preguntó.

– Claro que soñaste, ¿no te acordás que en el sueño viste el auto de Enrique? Che, Enrique, qué auto tenías vos?, agregó Juanqui , para distraerlos un poco.

– Un Citroën, contestó Enrique.

– Eso…un Citroën, prosiguió Juanqui. Decile que vos viste un Citroën.

– Sí… yo vi un Citroën, dijo Roger, inducido por el asentimiento de Juanqui con la cabeza.

– ¿Y no es verdad que justo que vos pasabas un tipo con otro auto se lo chocó?

A esta altura, Roger no sabía de qué estaban hablando, pero incapaz de contradecir a su protector, asintió.

– Sí… es verdad.

Enrique se puso de pie y le recriminó: ¿Y por qué no te detuviste si sabías que era mi auto?

Roger miró a Juanqui desesperado.

– El señor Roger no se detuvo (intervino Juanqui, que oficiaba tanto de fiscal como de  defensor) porque iba en su automóvil con una mujer, y no es de caballero comprometer a una dama, y porque además el señor Roger no es ningún bocina, agregó.

– Claro que no, dijo Roger agrandándose. Yo no soy ningún bocina.

– Eso lo respeto, dijo Enrique. Pero si viste quién fue me lo tenés que decir, o vos sos un mentiroso.

En este punto de la situación, ya no se sabía qué era mentira o verdad. Y cuando algunos parroquianos, aún sin saber de qué se trataba, habían tomado partido por una u otra posición, como en “Rosaura a las Diez”, la fantasía se hizo realidad.

– Yo no soy ningún mentiroso, dijo Roger enojado. Voy a decir quién fue…

El silencio que invadió el boliche dejaba oír la gotera del baño.

– ¿Quién fue?, le inquirió Enrique con los ojos desorbitados.

– Fue… (dijo Roger y se quedé pensativo).

– Dale, hablá…

– Fue… (nunca supimos por qué lo dijo), e l “Polaco” Perkovsky…

– ¡Bieckert!, exclamó Enrique (al “Polaco” lo apodaban así por su afición a la cerveza). Hijo de… si lo agarro, lo mato.

– ¿Estás seguro Roger?, preguntó Juanqui, intentando calmar los ánimos.

– Sí… sí… Yo lo vi, repetía Roger, totalmente poseído por el personaje que estaba interpretando.

Enrique iba adelante, apurando el paso, hacia la casa del “Polaco”.

– Yo tenía razón, repetía una y otra vez, mientras agitaba el brazo en alto. Detrás de él, a pocos pasos, todos los que estábamos en el boliche.

Ninguno quería perderse el desenlace de aquel absurdo y nadie sospechaba que el “Polaco” iba a decir algo que nos haría volver pensativos, y con una duda instalada para siempre.

– ¡Bieckert! ¡Bieckert!, gritaba Enrique como desaforado en la puerta de la casa de Mitre 228.

El “Polaco”, que vivía en la pieza del fondo, se asomó con una botella en la mano, se acomodó los anteojos y se acercó sonriente.

– ¡Enrique, hermano!, dijo mientras abría los brazos amistosamente.

 -¡Qué hermano ni hermano!, protestó Enrique. Hay bronca con vos.

– ¿Por qué Enrique?, preguntó el “Polaco”.

– Porque vos soñaste que me chocaste el auto, acusó Enrique. Y seguro que ibas en pedo.

– ¿Y por eso te vas a enojar?

– Sí, porque tendrías que haberme avisado, le reprochó Enrique.

El “Polaco” se encogió de hombros y dijo lo que hasta hoy nos hace dudar, sobre la locura de Enrique y su teoría.

– ¿Y que querés que hiciera Enrique….? ¡¡¡Si justo me desperté!!!

 

“La teoría de Enrique” / Agosto 2006

Juan Carlos Villalba

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