Mundialmente reconocido por su lucha contra la pobreza en África, el cura argentino dio una inspiradora charla en la capilla del colegio San Vicente, del cual fue alumno. “Convertimos un infierno en un oasis de esperanza”, contó.
Durante su extensa gira por Bélgica, Francia, Italia, Bolivia y muchos otros países, el padre Pedro Opeka (70) dio infinidad de charlas hablando sobre su vida y contando la experiencia de haber estado casi 50 años misionando en África. Pero sin dudas que la más emotiva para él fue la que dio este jueves a la mañana en la capilla de la Medalla Milagrosa: “Aquí se decidió mi futuro”, expresó el cura, en referencia a los dos últimos años del bachillerato pupilo que vivió en el colegio San Vicente de Paul.
Pero Opeka no habló de cómo surgió su vocación sacerdotal sino de la manera ferviente en que rezaba ante el altar para que su equipo de fútbol ganara cada domingo. Diplomático al fin, no quiso revelar el club de sus amores, aunque quienes conocen saben bien de su pasión por los “Diablos Rojos”. “Por favor, Dios, que fulano meta dos goles así ganamos el campeonato”, suplicaba mientras se preguntaba si el Señor lo escucharía a él o quizá le cumpliera el deseo a algún hincha del equipo contrario.
Era joven. Sus pensamientos estaban lejos, muy lejos de los sufrimientos que padecen las personas que viven sumidas en la pobreza extrema africana. Su vida comenzó aquí nomás; en San Martín, en el Conurbano bonaerense. Estudió en Lanús y en Escobar, vivió en Ramos Mejía, hizo el noviciado en San Miguel y estudió Filosofía en Eslovenia -país natal de sus padres- y Teología en Francia.
Tampoco imaginó que esta charla en Escobar, ante una iglesia colmada de fieles de esta ciudad, de localidades vecinas y de Capital, comenzaría con la anécdota de cuando hace un mes se reunió con el Papa Francisco, a quien llamó “Jorge” y enseguida aclaró: “Bergoglio, el que ahora es Papa y antes fue profesor mío en San Miguel. Me preguntó a quién iba a dejar de sucesor de mi obra y le contesté que a las mujeres”.
La idea de viajar a Madagascar, la quinta isla más grande del mundo, donde se habla en malgache y a veces en francés porque el país supo ser colonia gala, llegó solo un par de años después de egresar del San Vicente. Con dudas, pero convencido de que su tarea era salir a explorar el mundo, se subió a un barco para hacer un voluntariado. “Adiós, tierra mía”, susurró para sus adentros desde la popa cuando sus ojos dejaron de ver el continente, que se convirtió en agua. Casi un año después llegó a un país que ahora tiene 25 mil habitantes, un ingreso per cápita de 230 dólares anuales y es considerado uno de los más pobres del planeta.
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“Fui por un ideal: el Evangelio, no porque los pobres de África sean mejores, más pobres o más exóticos”, dijo, como si se atajara ante quienes empezaban a preguntarse por qué no se quedó a luchar por la pobreza de su propio país.
Durante la charla Opeka relató su primera salida como misionero. “Fue un fracaso”, aseguró. En contra de lo que esperaba, cuando se acercó a la aldea para abrazar a sus nuevos amigos, todos salieron huyendo a esconderse en la selva: era la primera vez que veían a un hombre de piel blanca y se asustaron como si hubieran visto a un fantasma. “Ahí aprendí que no es bueno quemar etapas, que cada cosa lleva su tiempo, que yo era extranjero y que ellos me tenían que aceptar”.
Su obra principal consiste en haber fundado Akamasoa, una ciudad de 18 pueblos. Fue levantada sobre un basural donde vivían 800 familias, en túneles entre los desperdicios para cubrirse del frío o del calor, alimentándose de lo que encontraban ahí y padeciendo enfermedades que los mataban en pocos días. Esta epopeya le llevó casi medio siglo de trabajo, por eso es reconocido en todo el mundo y postulado por varios países reiteradamente al Premio Nobel de la Paz.
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“Convertimos un infierno en un oasis de esperanza. Los desafié a estudiar, a trabajar, a amar, a instruirse, a comprometerse en serio. Hacer todo en serio y olvidarse de vivir de las apariencias. Así sacamos la ciudad adelante”, expresó.
Tras dos horas de conferencia y para coronar la mañana, el sacerdote presentó a dos mujeres que lo acompañan en Akamasoa desde hace más de dos décadas. Ellas agradecieron al colegio por haber ayudado a ese misionero tan importante en sus vidas y le regalaron al público dos canciones, una en malgache y otra en español.
La cortesía fue devuelta por los alumnos del San Vicente de Paul, quienes también ofrecieron sus cánticos. Asimismo, el intendente Ariel Sujarchuk, que participó de la presentación de principio a fin, le regaló al ilustre visitante un cuadro de huésped ilustre y un mate.
Antes de retirarse, Opeka, fiel a sus debilidades, hizo mención al Mundial de Rusia y coincidió con el pensamiento de todos: “Argentina pasó un papelón”.
Por Florencia Alvarez
Fotos: Jeka Ott