Verlo en su bicicleta repartiendo diarios y revistas por el centro de Escobar era una imagen cotidiana, siempre ataviado con la remera del Racing Club de sus amores. Carlos Alberto Pizani (72), a quien todos conocían y trataban por su mote de “Capicúa”, con el tiempo se fue convirtiendo en un personaje popular de la ciudad, tan pintoresco como querible.
Había nacido el 18 de enero de 1941 en Capital Federal y tuvo cuatro hermanos. Comenzó a trabajar de pibe, primero como lustrador de zapatos y después como mozo en el buffet del Club Sportivo Escobar y en el extinto bar “Rivadavia” de la terminal de ómnibus, entre otros.
Más tarde, y durante un largo tiempo, fue el encargado de una calesita que había en la esquina de Spadaccini y Rivadavia y de otra que estuvo en la avenida Tapia de Cruz al 800, entre las vías y Rivadavia. Incluso llegó a comprar una, que funcionó en una parrilla de la avenida San Martín, en la zona de Villa Vallier.
En los últimos veinte años se dedicó al oficio de canillita en el puesto de diarios y revistas de la terminal, una zona que marcó su vida laboral y social. De hecho, también solía vérselo en la esquina de Spadaccini y Sarmiento, sentado en la mesa de un kiosco donde descansaba y también daba una mano cuando hacía falta.
En una nota que le hizo en 2008 la revista Historiando Escobar, “Capi” contaba que su mayor orgullo era haber sido distinguido con una plaqueta por la Filial Racing Club de Escobar durante un gran asado que la agrupación organizó en 2001 para festejar la obtención del último campeonato de primera división.
El paso de los años fue haciendo mella en su salud, al punto de tener que acostumbrarse a convivir con el malestar de una odiosa diabetes, a la que se sumó luego un accidente cerebro vascular. Y aunque Pizani le hizo frente a esas adversidades con todas sus fuerzas, semanas atrás debió ser internado en un sanatorio de San Martín, donde sufrió un nuevo ACV que le puso punto final a su vida el pasado sábado 5.
Muy pocos se enteraron a tiempo de su fallecimiento para poder ir a darle la despedida en el cementerio municipal. Sin embargo, uno de sus amigos no olvidó hacerlo como él hubiera pedido: poniendo sobre su cajón una camiseta de su amada Academia, a la que nadie duda que seguirá alentando desde el cielo.
Por Ciro D. Yacuzzi